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LAUDATO SI’
LUIS OVANDO HERNÁNDEZ, SJ
Sacerdote Jesuita
Filósofo, Teólogo y Educador
Rector del Colegio Loyola-Gumilla de Puerto Ordaz
La Carta Encíclica del papa Francisco está compuesta por 246
numerales, distribuidos en una Introducción, seis capítulos y dos oraciones
que sirven de corolario.1 Francisco no es el primer pontífice en pronunciarse
sobre «la cuestión ecológica», por decirlo de modo sintético. El primer Papa
en hacerlo fue Pablo VI, con la encíclica Octogesima adveniens, del 14 mayo
de 1971. Le siguió Juan Pablo II con numerosas intervenciones; finalmente,
Benedicto XVI se sumó a este elenco con la encíclica Caritas in veritate, del
29 junio de 2009.2
La presentación de la encíclica nos la hace el Santo Padre en el n. 15:
«En primer lugar, haré un breve recorrido por distintos aspectos de la actual
crisis ecológica, con el fin de asumir los mejores frutos de la investigación
científica actualmente disponible, dejarnos interpelar por ella en profundidad
y dar una base concreta al itinerario ético y espiritual como se indica a
continuación. A partir de esa mirada, retomaré algunas razones que se
desprenden de la tradición judío-cristiana, a fin de procurar una mayor
coherencia en nuestro compromiso con el ambiente. Luego intentaré llegar a
1 La primera de estas oraciones se comparte con todos los que creen en Dios creador, es
decir es más amplia; la segunda con quienes profesan la fe en Jesucristo, o lo que es igual
más específica.
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En un momento determinado de la Introducción, el papa Francisco dice que la carta Encíclica
pertenece al Magisterio social de la Iglesia. Si esto es así, podríamos buenamente
remontarnos a la Encíclica Rerum novarum (5 de mayo de 1891), del papa León XIII, y ver en
ella el inicio de las intervenciones magisteriales eclesiales.
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las raíces de la actual situación, de manera que no miremos solo losntomas
sino también las causas más profundas. Así podremos proponer una ecología
que, entre sus distintas dimensiones, incorpore el lugar peculiar del ser
humano en este mundo y sus relaciones con la realidad que lo rodea. A la luz
de esa reflexión quisiera avanzar en algunas líneas amplias de diálogo y de
acción que involucren tanto a cada uno de nosotros como a la política
internacional. Finalmente, puesto que estoy convencido de que todo cambio
necesita motivaciones y un camino educativo, propondré algunas líneas de
maduración humana inspiradas en el tesoro de la experiencia espiritual
cristiana».
Acto seguido, con tino, el Sucesor de Pedro se refiere a los ejes
transversales del documento entero, que nos sirven de raíles para la lectura
provechosa del mismo: «la íntima relación entre los pobres y la fragilidad
del planeta, la convicción de que en el mundo todo está conectado, la crítica
al nuevo paradigma y a las formas de poder que derivan de la tecnología, la
invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso, el
valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la necesidad
de debates sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la política
internacional y local, la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo estilo
de vida» (n. 16).
Ahora bien, hemos de avanzar en la lectura de la Laudato SI’ hasta el
n. 160 para dar con el por qué Francisco fija su atención en la situación de
nuestra casa común. En rigor, el objetivo de la Carta no se define por la
respuesta a este interrogante, sino a la pregunta para qué, que es mucho más
profunda y definitoria al apuntar al telos de nuestra existencia: «Cuando nos
interrogamos por el mundo que queremos dejar, entendemos sobre todo su
orientación general, su sentido, sus valores. Si no está latiendo esta pregunta
de fondo, no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan lograr
efectos importantes. Pero si esta pregunta se plantea con valentía, nos lleva
inexorablemente a otros cuestionamientos muy directos: ¿Para qué pasamos
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por este mundo? ¿Para qué vinimos a esta vida? ¿Para qué trabajamos y
luchamos? ¿Para qué nos necesita esta tierra? …lo que está en juego es
nuestra propia dignidad... Es un drama para nosotros mismos, porque esto
pone en crisis el sentido del propio paso por esta tierra».
Jorge Mario Bergoglio no tomó para y su pontificado el nombre
del Poverello d’Assisi solo en sentido programático, sino asimismo tomó el
título de su encíclica del Cantico di frate sole de san Francisco (1182-1226),
mejor conocido hoy día como Cantico delle creature: Laudato si’ mi’ Signore.
Su Santidad tiene ante sus ojos «nuestra casa común», «nuestra
hermana con la que compartimos la existencia», «nuestra madre bella que
nos acoge» (n. 1). Esa es la tierra; es más, «nosotros mismos somos tierra».
Estamos hechos de sus elementos, «su aire nos da el aliento y su agua nos
vivifica y restaura» (n. 2).
En la actualidad, nuestra casa común sufre hondamente las
consecuencias de nuestro maltrato, del saqueo sistemático al que la hemos
sometido; ella gime junto con todos los excluidos del mundo para que le
prestemos mayor cuidado. La escucha de este clamor está dirigida a todos,
sin excepción. Para que esto sea realidad, es necesario que se opere en
nosotros una «conversión ecológica», conscientes que no partimos de cero,
sino que «se advierte una creciente sensibilidad con respecto al ambiente y al
cuidado de la naturaleza, y crece una sincera y dolorosa preocupación por lo
que está ocurriendo con nuestro planeta» (n. 19), que enciende un motivo de
esperanza, es decir, «la humanidad tiene aún la capacidad de colaborar para
construir nuestra casa común» (n. 13); «el ser humano es todavía capaz de
intervenir positivamente» (n. 58); «no todo está perdido, porque los seres
humanos, capaces de degradarse hasta el extremo, pueden también
superarse, volver a elegir el bien y regenerarse» (n. 205).
El Papa se dirige a los católicos, pero se propone «especialmente entrar
en diálogo con todos sobre nuestra casa común» (n. 3): el diálogo aparece a
lo largo de la Encíclica, incluso como instrumento eficaz para atender y
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resolver la crisis. Como se dijo anteriormente, si la humanidad es capaz en
este tiempo de colaborar con la recomposición de la casa común, es deber
reconocer, en honor a la verdad, que individuos y colectivos, religiosos y no,
científicos, filósofos, teólogos y asociaciones variopintas han dado un
valiosísimo esfuerzo en esta línea (n. 7. 62).
Pretendo con este escrito glosar la aportación del Papa jesuita, de
manera que, exponiendo sus convicciones sobre la cuestión ecológica, pueda
resaltar cómo su contribución empalma buenamente con la tradición del
Magisterio Social, al tiempo que lo supera, pues todo abordaje debe
considerar incluso aquello que, volente o nolente, resulte incómodo por revelar
la propia participación en ello, especialmente en su dimensión pecaminosa.
Porque también deseo dar a conocer el escrito pontificio, respeto la
distribución original, de manera que quien desee volver sobre la encíclica, se
ubique con mayor facilidad. Al final, se ofrecen unas sencillas consideraciones
como colofón de mi participación.
Lo que le está pasando a nuestra casa
En consonancia con Juan Pablo II, que en 1992 zanjó la separación entre
fe y ciencia, emblemáticamente simbolizada en la persona de Galileo Galilei,
Francisco toma en consideración los descubrimientos científicos más
recientes en cuestión ambiental como forma concreta de oír el gemido de la
tierra, para «convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así
reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar» (n. 19). Con
otras palabras: sabiéndose hombre de fe, que habla en primer lugar a fieles
creyentes, su cristianismo no lo inhabilita para que asuma las bondades de
las ciencias en este aspecto, sino que, dándolas por supuesto, y apoyándose
en ellas, proponga la personalización de la crisis global como paso inicial a la
búsqueda de soluciones a todo lo que a continuación se tematizará.
Cambio climático: «es un problema global con graves dimensiones
ambientales, sociales, económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de
los principales desafíos actuales para la humanidad» (n. 25). Si «el clima es
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un bien común, de todos y para todos» (n. 23), el impacto más grave de su
alteración recae en los más pobres, pero muchos de los que «tienen más
recursos y poder económico o político parecen concentrarse sobre todo en
enmascarar los problemas o en ocultar los síntomas» (n. 26); «La falta de
reacciones ante estos dramas de nuestros hermanos y hermanas es un signo
de la pérdida de aquel sentido de responsabilidad por nuestros semejantes
sobre el cual se funda toda sociedad civil» (n. 25). Un bien que es de todos
ha sido brutalmente afectado, conculcando los derechos más básicos de las
inmensas mayorías excluidas, y sus consecuencias sobrepasan la cuestión
netamente ecológica.
La cuestión del agua: «el acceso al agua potable y segura es un derecho
humano básico, fundamental y universal, porque determina la sobrevivencia
de las personas, y por tanto es condición para el ejercicio de los demás
derechos humanos». Privar a los pobres del acceso al agua significa
«negarles el derecho a la vida radicado en su dignidad inalienable» (n. 30).
Somos testigos de primera de la valencia mercantil que este bien que nos
pertenece a todos ha cobrado en los últimos decenios, que ha llevado a no
pocos analistas a propagar que futuros focos bélicos tendrán como razón de
ser última el control de los grandes embalses del vital líquido.
La pérdida de la biodiversidad: «Cada año desaparecen miles de
especies vegetales y animales que ya no podremos conocer… pérdidas para
siempre» (n. 33). No son sólo eventuales «recursos» explotables, sino que
tienen un valor en sí mismos, que orbitan lejos del centro de gravedad de las
finanzas y el consumismo, que «hace que la tierra en que vivimos se vuelva
menos rica y bella, cada vez s limitada y gris» (n. 34). En medio de esta
abisal catástrofe, «son loables y a veces admirables los esfuerzos de
científicos y técnicos que tratan de aportar soluciones a los problemas creados
por el ser humano» (id.).
La deuda ecológica: apoyados en una ética de relaciones
internacionales, se comprueba «una auténtica deuda ecológica» (n. 51), sobre
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todo del Norte en relación con el Sur del mundo. Esto último, no busca
actualizar diatribas propias de cincuenta años atrás, resumidas en las relación
Norte Sur, sino en reconocer sin ambages que ante el cambio climático hay
«responsabilidades diversificadas» (n. 52), siendo más responsables los
países desarrollados, y los menos desarrollados en la medida en que no
toman consciencia de la gravedad del asunto.
Sin embargo, lo que más impresiona a este respecto es la «debilidad de
las reacciones» frente a los dramas de tantas personas y poblaciones (n. 59),
«cierto adormecimiento y una alegre irresponsabilidad» (id.), que denota un
supino desinterés en la práctica. Falta una cultura cónsona con el cuidado de
la casa común (n. 53), no se observa una disposición a cambiar de estilo de
vida, producción y consumo (n. 59). Pero los ejemplos positivos también están
presentes (n. 58); no obstante, es necesarísimo «crear un sistema normativo
que… asegure la protección de los ecosistemas» (n. 53).
El Evangelio de la creación
Para Francisco, afrontar la problemática ecológica pasa por articular la
«tremenda responsabilidad» del ser humano en relación con lo creado, con
las demás creaturas (n. 90), y que «el ambiente es un bien colectivo,
patrimonio de toda la humanidad y responsabilidad de todos» (n. 95); esto es
viable a través de la relectura de los relatos bíblicos, sugiere el líder de unos
aproximadamente 2500 millones de católicos, dispersos por el mundo.
Tengamos presente que quien habla es un hombre de fe.
En la Sagrada Escritura, «el Dios que libera y salva es el mismo que creó
el universo», y «en Él se conjugan el cariño y el vigor» (n. 73). El relato de la
creación es fundamental para reflexionar sobre la relación entre el hombre y
las demás criaturas, y sobre cómo el pecado rompe el equilibrio de toda la
creación. «Estas narraciones sugieren que la existencia humana se basa en
tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con
Dios, con el prójimo y con la tierra. Según la Biblia, las tres relaciones vitales
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se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros. Esta
ruptura es el pecado» (n. 66).
Si bien es cierto «que algunas veces los cristianos hemos interpretado
incorrectamente las Escrituras, hoy debemos rechazar con fuerza que, del
hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra,
se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas» (n. 67). Al hombre
le corresponde «“labrar y cuidar” el jardín del mundo» (id.), sabiendo que «el
fin último de las demás criaturas no somos nosotros. Pero todas avanzan,
junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es
Dios» (n. 83).
Que el ser humano no sea dueño del planeta «no significa igualar a todos
los seres vivos y quitarle al ser humano ese valor peculiar» que lo distingue,
ni «tampoco supone una divinización de la tierra que nos privaría del llamado
a colaborar con ella y a proteger su fragilidad» (n. 90). Por ello, «todo
ensañamiento con cualquier criatura “es contrario a la dignidad humana”» (n.
92), pero «no puede ser real un sentimiento de íntima unión con los demás
seres de la naturaleza si al mismo tiempo en el corazón no hay ternura,
compasión y preocupación por los seres humanos» (n. 91). El apelo es a la
conciencia de una comunión universal: «creados por el mismo Padre, todos
los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una
especie de familia universal, que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y
humilde» (n. 89).
Este apartado se cierra con el culmen de la revelación cristiana: el
«Jesús terreno» con su «relación tan concreta y amable con las cosas» está
«resucitado y glorioso, presente en toda la creación con su señorío universal»
(n. 100).
La raíz humana de la crisis ecológica
Este capítulo analiza la situación actual «de manera que no miremos solo
los síntomas sino también las causas más profundas» (n. 15), en diálogo con
la filosofía y las ciencias humanas.
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Un primer fundamento son las reflexiones sobre la tecnología: se le
reconoce con gratitud su contribución al mejoramiento de las condiciones de
vida (n. 102-103), aunque también da «a quienes tienen el conocimiento, y
sobre todo el poder económico para utilizarlo, un dominio impresionante sobre
el conjunto de la humanidad y del mundo entero» (n. 104). Las lógicas de
dominio tecnocrático llevan a destruir la naturaleza, explotar a las personas y
pueblos más débiles. «El paradigma tecnocrático también tiende a ejercer su
dominio sobre la economía y la política» (n. 109), impidiendo reconocer que
«el mercado por mismo no garantiza el desarrollo humano integral y la
inclusión social» (id.).
En la raíz de todo ello se percibe el privilegio por una visión
antropocéntrica (Cf. n. 116): el ser humano no reconoce su posición respecto
de la creación, asume una postura autárquica, centrada en mismo y su
poder. De ello deriva una lógica que justifica todo tipo de descarte, humano o
creatural, que trata al otro y a la naturaleza como simple objeto y conduce a
una gama de formas de dominio (Cf. n. 123).
He aquí pues que la Encíclica encare dos problemas ineludibles. En
primer lugar, el trabajo: «En cualquier planteo sobre una ecología integral, que
no excluya al ser humano, es indispensable incorporar el valor del trabajo» (n.
124), pues «Dejar de invertir en las personas para obtener un mayor rédito
inmediato es muy mal negocio para la sociedad» (n. 128). El trabajo se plantea
como dificultad desde el momento que se vuelve contra el hombre;3 el
negocio más rentable donde el hombre puede embarcarse es, sin duda
alguna, en el hombre mismo.
Segundo, están losmites del progreso científico, teniendo ante los ojos
los Objetivos Generales del Milenio (nn. 132-136), como «cuestión ambiental
de carácter complejo» (n. 135). Si bien «en algunas regiones su utilización ha
provocado un crecimiento económico que ayudó a resolver problemas, hay
3 Ya lo planteó en 1844 K. Marx, en los Manuscritos económicos filosóficos, al
abordar la enajenación del trabajo.
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dificultades importantes que no deben ser relativizadas» (n. 134), como
pudiera ser la «concentración de tierras productivas en manos de pocos» (id.).
El Santo Padre tiene particularmente en cuenta a los pequeños productores y
campesinos, la biodiversidad, los ecosistemas amenazados por una nueva
versión de latifundio del siglo XXI. Es urgente pues garantizar «una discusión
científica y social que sea responsable y amplia, capaz de considerar toda la
información disponible y de llamar a las cosas por su nombre», a partir de
«líneas de investigación libre e interdisciplinaria» (n. 135).
Una ecología integral
La propuesta de la Laudato si’ es una ecología integral como prototipo
de justicia, una ecología que «incorpore el lugar peculiar del ser humano en
este mundo y sus relaciones con la realidad que lo rodea» (n. 15). Más aún,
no se puede «entender la naturaleza como algo separado de nosotros o como
un mero marco de nuestra vida» (n. 139). Esto vale para la economía y la
política, las distintas culturas, en especial las más amenazadas, e incluso en
todo instante del cotidiano y para toda realidad que lo compone.
La ecología integral supone asimismo una ecología institucional. «Si
todo está relacionado, también la salud de las instituciones de una sociedad
tiene consecuencias en el ambiente y en la calidad de vida humana:
“Cualquier menoscabo de la solidaridad y del civismo produce daños
ambientales”» (n. 142).
Existe una relación entre asuntos ambientales y cuestiones sociales; y
ese nculo no puede ignorarse. Así pues, «el análisis de los problemas
ambientales es inseparable del análisis de los contextos humanos, familiares,
laborales, urbanos, y de la relación de cada persona consigo misma» (n. 141),
porque «no hay dos crisis separadas, una ambiental y la otra social, sino una
única y compleja crisis socio-ambiental» (n. 139).
Esta ecología ambiental «es inseparable de la noción de bien común»
(n. 156), entendido de modo concreto: hoy, «donde hay tantas inequidades y
cada vez son más las personas descartables, privadas de derechos humanos
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básicos», esforzarse por el bien común significa hacer opciones solidarias
sobre la base de una «opción preferencial por los más pobres» (n. 158). Esta
es la mejor manera de dejar un mundo sostenible a las próximas
generaciones, no con las palabras, sino por medio de un compromiso de
atención hacia los pobres de hoy (Cf. n. 162).
La ecología integral implica también la vida cotidiana, en particular en el
ambiente urbano. El ser humano tiene una enorme capacidad de adaptación
y «es admirable la creatividad y la generosidad de personas y grupos que son
capaces de revertir los mites del ambiente, aprendiendo a orientar su vida en
medio del desorden y la precariedad» (n. 148). Ahora bien, un desarrollo
auténtico supone un mejoramiento integral en la calidad de vida: espacios
públicos, vivienda, transportes, etc. (Cf. nn. 150-154).
Por último, «nuestro propio cuerpo nos sitúa en una relación directa con
el ambiente y con los demás seres vivientes. La aceptación del propio cuerpo
como don de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como
regalo del Padre y casa común; mientras una lógica de dominio sobre el propio
cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio» (n. 155).
Algunas líneas orientativas y de acción
Aquí el Papa encara la pregunta sobre qué podemos y debemos hacer.
El solo análisis no basta: son necesarias propuestas «de diálogo y de acción
que involucren tanto a cada uno de nosotros como a la política internacional»
(n. 15) y «que nos ayuden a salir de la espiral de autodestrucción en la que
nos estamos sumergiendo» (n. 163). Para Francisco es imprescindible que la
construcción de soluciones no se afronte ideológica, superficial o
reduccionistamente, sino realistamente. Una vez más es indispensable el
diálogo: «Hay discusiones sobre cuestiones relacionadas con el ambiente,
donde es difícil alcanzar consensos. La Iglesia no pretende definir las
cuestiones científicas ni sustituir a la política, pero invito a un debate honesto
y transparente, para que las necesidades particulares o las ideologías no
afecten al bien común» (n. 188).
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Sobre esta base el Pontífice no teme emitir un juicio a propósito de las
dinámicas internacionales: «las Cumbres mundiales sobre el ambiente de los
últimos años no respondieron a las expectativas porque, por falta de decisión
política, no alcanzaron acuerdos ambientales globales realmente
significativos y eficaces» (n. 166). Y se pregunta: «¿Para qué se quiere
preservar hoy un poder que será recordado por su incapacidad de intervenir
cuando era urgente y necesario hacerlo?» (n. 57).
El Papa Francisco insiste sobre el desarrollo de procesos de decisión
honestos y transparentes, para «discernir» las políticas e iniciativas
empresariales que conducen a un «auténtico desarrollo integral» (n. 185).
Sobre todo, el estudio del impacto ambiental de un nuevo proyecto «requiere
procesos políticos transparentes y sujetos al diálogo, mientras la corrupción,
que esconde el verdadero impacto ambiental de un proyecto a cambio de
favores, suele llevar a acuerdos espurios que evitan informar y debatir
ampliamente» (n. 182).
La llamada a los políticos es particularmente insistente, para que eviten
«la lógica eficientista e inmediatista» (n. 181) que hoy nos domina. Pero «si
se atreve a hacerlo, volverá a reconocer la dignidad que Dios le ha dado como
humano y dejará tras su paso por esta historia un testimonio de generosa
responsabilidad» (id.).
Educación y espiritualidad ecológica
Finalmente el Sucesor de Pedro vuelve al tema de la conversión
ecológica, con que inició su carta Encíclica. La raíz de la crisis cultural es
profunda y no es fácil rediseñar hábitos y comportamientos. La educación y la
formación siguen siendo desafíos básicos: «todo cambio necesita
motivaciones y un camino educativo» (n. 15). Hay que invitar a las
instituciones educativas, ante todo «la escuela, la familia, los medios de
comunicación, la catequesis» (n. 213).
El punto de arranque es «apostar por otro estilo de vida» (nn. 203-208),
que abra la posibilidad de «ejercer una sana presión sobre quienes detentan
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el poder político, económico y social» (n. 206). Es lo que sucede cuando las
opciones de los consumidores logran «modificar el comportamiento de las
empresas, forzándolas a considerar el impacto ambiental y los patrones de
producción» (id.).
No se puede minusvalorar la importancia de cursos de educación
capaces de cambiar los gestos y hábitos cotidianos en materia, desde la toma
de conciencia en el consumo de agua al reciclaje o el «apagar las luces
innecesarias» (n. 211). «Una ecología integral también está hecha de simples
gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del
aprovechamiento, del egoísmo» (n. 230). Todo esto es sencillo si parte de una
mirada contemplativa que viene de la fe. «Para el creyente, el mundo no se
contempla desde afuera sino desde adentro, reconociendo los lazos con los
que el Padre nos ha unido a todos los seres. Además, haciendo crecer las
capacidades peculiares que Dios le ha dado, la conversión ecológica lleva al
creyente a desarrollar su creatividad y su entusiasmo» (n. 220).
El papa Francisco vuelve a insistir en su propuesta presente ya en
Evangelii Gaudium: «La sobriedad, que se vive con libertad y conciencia, es
liberadora» (n. 223), así como «la felicidad requiere saber limitar algunas
necesidades que nos atontan, quedando así disponibles para las múltiples
posibilidades que ofrece la vida» (id.). Es posible «sentir que nos necesitamos
unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo,
que vale la pena ser buenos y honestos» (n. 229).
Los santos nos acompañan. San Francisco es «ejemplo por excelencia
del cuidado por lo que es débil y de una ecología integral, vivida con alegrí
(n. 10). Después de la Laudato si’, el examen de conciencia instrumento que
la Iglesia ha aconsejado para orientar la propia vida a la luz de la relación con
el Señor deberá incluir una nueva dimensión, considerando no sólo cómo se
vive la comunión con Dios, con los otros y con uno mismo, sino también con
todas las creaturas y la naturaleza.
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Lo bondadoso de esta Encíclica, que la coloca muy por encima de su
pasado más inmediato dentro del Magisterio eclesial, tiene que ver con la
honda apertura que el Santo Padre da al tema, concebido este a partir de
círculos concéntricos que abarquen más y más a medida que se expanden la
cuestión ecológica, buscando abrigar lo s posible la realidad, sin agotarla
definitivamente.