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Foro Guayana Sustentable. Revista Informativa de Investigación Nº 18
Dinámica De La Minería A Pequeña Escala Como Sistema
Emergente
César Romero
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Email:
La expansión de la minería a pequeña escala en el sur de Venezuela representa un
problema de emergencia nacional extremadamente complejo por las múltiples aristas
que muestra. La lógica polarizante con la que se manejan los grandes lobbies políticos
(nacionales e internacionales) busca separar aguas en torno a posturas superficiales.
Las posiciones dicotómicas de estar favor del proyecto Arco Minero como única
alternativa o de una férrea postura anti-minera impenetrable, desvían la atención de
problemas urgentes a abordar.
Para desarrollar un debate a profundidad es fundamental abordar ejes que
caracterizan las realidades concretas de la región y sus habitantes, así como los
cambios más resaltantes en el último período. Resguardarse en una visión parcial
respecto a la compleja dinámica minera a nivel mundial y regional nos puede llevar a
lecturas y planteamientos insuficientes para afrontar la cruda realidad que se
desenvuelve en torno a esa actividad. Con el presente artículo se busca destrabar
nudos críticos del debate y apuntar hacia nuevas líneas de análisis y orientación que
empiecen a dilucidar posibles soluciones factibles y sostenibles.
Cultura y Economía Minera
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La minería a pequeña escala en la región de Guayana se viene desarrollando desde
la segunda década del siglo XIX con el primer hallazgo de Oro (Au) ubicado en lo que
hoy es el municipio El Callao. Aunque en tiempos más recientes se ha desarrollado la
explotación de diamante y coltán, el régimen de explotación que predomina es el de
mineral aurífero, acentuado en los denominados municipios del Sur del estado Bolívar
(Piar, Gran Sabana, Roscio, El Callao y Sifontes) y con una alarmante propagación en
los últimos años hacia el resto del territorio de los estados del sur venezolano.
Ilustración 4
Presentación del Ing. César Romero
En Venezuela los pequeños mineros se organizan en una estructura a la que ellos
mismos denominan como compañía, conformada por 7 mineros (puede incluir al dueño
de máquinas) y una cocinera quien se encarga de garantizar la preparación del
alimento necesario para cada jornada de trabajo. Cabe aclarar que en una mina puede
haber decenas de compañías operando simultáneamente. En torno a este modo de
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organización del trabajo se han generado cosmogonías propias de estas poblaciones
del sur, y una serie de prácticas culturales y formas de relacionamiento transmitidas a
lo largo de varias generaciones desde hace más de un siglo.
Estudios sociológicos han demostrado que las poblaciones tradicionalmente mineras
en Venezuela no tienen la costumbre de atesorar. Esto último tiene un arraigo en
imaginarios desarrollados a partir de sus prácticas que mantienen una tensión entre “lo
bueno” y “lo malo”; así sus aspiraciones no se fundamentan en acumular lo producido
por ser cosas “de Dios”, si no que apuestan en gastar lo generado inmediatamente en
cosas “del diablo”. Si el minero ahorra, el oro desaparece ya que “las cosas de Dios
son símbolos de mala suerte para encontrar oro”.
A partir de estas creencias de no atesoramiento, es costumbre en las generaciones
de bolivarenses vinculadas directamente a la minería que lo que producen en una
semana (también conocido como resumen) lo gastan el sábado y domingo. Entre los
mineros privan relaciones familiares, de amistad y de compañerismo antes que la
relación de mercado. Es común “… regalar mineral a los compañeros mineros que no
tuvieron suerte en el día, regalar dinero, una vez vendido el mineral, a los compañeros
que no estuvieron presente en el primer reparto, brindar en los bares, entre otras”. En
este sentido, algo a destacar de estas poblaciones castizas es el respeto hacia la
naturaleza y sus dinámicas, conscientes de que la misma provee el producto que
buscan y no puede ser depredada de manera infinita e irracional. Si se exceden los
límites, la naturaleza dejará de proveer y el minero dejará de encontrar oro.
Esta actitud de respeto es corroborada por varios especialistas defensores de la
diversidad socio-natural como Alejandro Lanz, director del Centro de Investigaciones
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Ecológicas de Venezuela (CIEV), quien afirma que anteriormente los mineros
fabricaban barreras de palma de moriche para atrapar los barros contaminados con
mercurio; aunque ciertamente el impacto no se erradicaba en su totalidad, Lanz
certifica que a la octava barrera “la limpieza del río era importante”.
Todos estos aspectos resultan contradictorios al tomar en cuenta la cultura de
codicia, contaminación indiscriminada y violencia que ha caracterizado el mercado del
oro en el último siglo de historia de la humanidad, y es que el acelerado desarrollo del
comercio internacional y de cercanía entre las poblaciones ha permeado fuertemente
en toda esta trama económica. El negocio del oro ha hegemonizado la actividad
económica en los municipios del sur del estado Bolívar influenciando directa o
indirectamente en todo el comercio de la región sureña.
La riqueza de los yacimientos ha deparado en un intercambio fluido del metal
dorado, generando así una subida en los precios y toda una economía regional
diferenciada de la nacional. Por ser zona minera, el patrón de intercambio está
estrechamente vinculado a la venta y compra de oro por lo que todas las actividades
económicas de alimentos, bebidas, vestimenta, transporte, expendio de licores,
servicios en comercios (internet, telefonía, talleres mecánicos, entre otros), así como
actividades ilegales como prostitución, tráfico y venta de drogas, presentan costos más
elevados que en el resto del país.
Este tejido económico se ha profundizado y afianzado en los últimos años
generando mudanzas importantes y de distinta índole. Sin embargo, la compañía como
estructura de trabajo aún se mantiene a pesar de los fuertes cambios socio-políticos
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que han acontecido en los mencionados municipios, como el del denominado pranato
minero que desarrollaremos más adelante.
Ilustración 3
Presentación del Ing. César Romero
Expansión de la minería a pequeña escala y sus impactos
Factores de distinta índole han influido en que, desde los primeros años del milenio,
la actividad minera a pequeña escala se ha expandido en el sur de Venezuela. Entre
las principales causas podemos destacar:
Precio del oro: a partir del año 2000 ha habido un incremento exponencial
del precio de este mineral dándole más rentabilidad a la actividad extractiva y
desatando la voracidad por obtener el metal precioso.
Fronteras compartidas con Brasil, Colombia y Guyana: en estos países se
desarrollan actividades mineras informales similares a las que acontecen en
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nuestro territorio. Los mismos cumplen un doble papel en esta trama al funcionar
como receptores del tráfico ilegal de mineral y a su vez por la migración de
mineros informales hacia Venezuela.
Institucionalidad estatal ausente. Los ministerios de eco socialismo y
aguas, trabajo, salud e indígena, por nombrar solo algunos, tienen plenas
competencias y responsabilidades respecto a lo que sucede en la zona, pero las
instituciones estatales nacionales y regionales no tienen ningún tipo de
incidencia en favor de las poblaciones de los mencionados municipios.
Técnicas de extracción: según múltiples testimonios de habitantes de la
zona, a partir de los primeros años del milenio, han ingresado a las minas gran
cantidad de maquinarias tecnificadas como: monitores, dragas, motores
hidráulicos, entre otros; transitando gran parte de la actividad minera de corto
alcance a una de mediana escala, trayendo como consecuencia una devastación
de mayores proporciones.
La fuerte crisis económica, que mostraba sus primeros síntomas a partir de 2010,
sumado a la fuerte cultura rentista y de dependencia arraigada en la población, impulsó
a decenas de miles de venezolanos desesperados en la búsqueda de otros
mecanismos de obtención de ingresos teniendo que migrar a las zonas mineras y esto
solo ha ido en aumento.
Según testimonios de periodistas e investigadores, entre el 65 - 70% de los
pequeños mineros que hoy se encuentran en Guayana son foráneos, nunca habían
tenido experiencia o conexión con esta actividad. A pesar de los altos peligros que
actualmente implica adentrarse en las selvas para incorporarse a ese tipo de trabajo,
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las poblaciones foráneas al sur venezolano asumen el riesgo por diversos motivos:
algunos porque ven que es la única opción real para sostener económicamente a su
familia, otros se suman para cumplir el sueño de “El Dorado” asumiendo que se obtiene
oro con facilidad, algunos por emergencias, otros con la esperanza de obtener altas
sumas de dinero realizan las actividades complementarias a la minera, y muchos otros
llegan a la mina con la esperanza de ahorrar para salir del país.
A veces se mezclan los objetivos, a veces surgen algunos novedosos por la
situación crítica que atravesamos, lo que si queda claro es que no son percepciones
homogéneas, ni mucho menos creencias ancestrales como las que caracterizan a los
habitantes del área, y más si tomamos en cuenta que el proceso de migración interna
ha sido considerable en los últimos años.
Ya para octubre de 2017 la población de mineros y actividades conexas superaba
las 250.000 personas, según Luis Romero, miembro de la organización social oficialista
Consejo Popular Minero. Al ser mayor las poblaciones sin tradición minera (o foráneas)
en las áreas de aprovechamiento mineral y que las mismas, en gran parte de los casos,
desarrollen la actividad extractiva con métodos más intensivos y devastadores a partir
del uso de herramientas más tecnificadas, se evidencia que la realidad de vida que
caracterizaba a los pueblos del sur un par de décadas atrás ha sufrido un vuelco
brusco y radical.
Sin embargo, algunos estudiosos de la región minimizan esta colación socio-cultural,
homogenizan a todos los sujetos que hacen pequeña minería y buscan justificar planes
extractivistas como el del Arco Minero del Orinoco con la vaga esperanza de que el
Estado rentista ordene la situación y de alguna forma reivindique al minero tradicional.
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Además, relegan a segundo plano las consecuencias que ha tenido el crecimiento de
esta actividad. La vorágine migratoria, que para nada ha sido amistosa ni
complementaria desde el punto de vista social, ha sobrepasado las tradiciones y
dinámicas de los habitantes del sur del estado Bolívar, proceso que ha traído
consecuencias alarmantes para todo el país.
La expansión de la minería a pequeña escala ha desencadenado la reaparición de
enfermedades previamente erradicadas como la difteria, la expansión de la malaria en
todo el territorio, alcanzando ya las dimensiones de una de epidemia nacional según
datos del último boletín epidemiológico publicado por el Ministerio de Salud (2015-
2016); y que para 2018 según datos de la OMS los números de casos superarían las
500.000 personas infectadas, tomando en cuenta que para 2017 la cifra superaba los
400.000 casos.
Sumado a esto, trabajos de investigación demuestran el incremento
desproporcionado de la deforestación en la zona, incluyendo parques nacionales y
otras zonas protegidas, así como la grave contaminación de los ríos más caudalosos
del país (Orinoco, Caroní, Caura, Aro, Parguaza, Cuyuní), en perjuicio de actividades
productivas como la pesca.
Lo cierto es que en la actualidad las poblaciones mineras no son homogéneas, sin
embargo, los impactos de esta actividad alcanzan dimensiones nacionales. Lo que
viene ocurriendo en los últimos lustros en el estado Bolívar, con similitudes en
Amazonas y Delta Amacuro, ha traído consigo un choque cultural entre quienes migran
desde el resto de los estados del país hacia estos territorios en busca de oro y demás
minerales, en su mayoría los habitantes naturales de dichos estados, y poblaciones
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indígenas. Estas tensiones se han visto exacerbadas con la emergencia y
consolidación el pranato minero, régimen criminal extendido en prácticamente todo el
sur del país el cual ha sentado las condiciones para apostar a una explotación aurífera
expansiva y desenfrenada, limitando posibles relaciones de compañerismo y/o respeto
hacia el entorno natural.
Pranato minero, complicidades y nuevas configuraciones del Estado
El fenómeno del pranato minero está referido a bandas o agrupaciones criminales
ubicadas en las zonas mineras del sur venezolano (principalmente en el estado
Bolívar), nombre con el que se ha referido la prensa. Estas bandas se autodenominan
“sindicatos” y con ese nombre los identifican los habitantes de la zona, aun cuando no
posean organismos legalizados ni formalizados, ni sean representaciones legítimas de
los pequeños mineros, mucho menos de estructuras para defender sus derechos.
Los mal llamados “sindicatos” ejercen poder y autoridad en una región delimitada de
comunidades controlando la actividad minero-informal, la cual puede ser: aurífera,
diamantífera o de coltán. Poseen una estructura piramidal, con un cabecilla
denominado pran en el que recae la voz de mando y la toma de las decisiones más
importantes. Estas instancias criminales están conformadas principalmente por
hombres jóvenes cuyas edades oscilan entre los 14-30 años y dependiendo de la
cantidad de minas que administren la banda poseerá mayor o menor cantidad de
integrantes.
Ahora bien ¿De dónde provienen estas organizaciones? ¿Cómo surgen?
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Para diversos sectores del país la violencia y criminalidad han funcionado como
mecanismos históricos de disputa para la obtención de renta proveniente de la
extracción de recursos naturales. Este fenómeno tuvo expresiones en el último período
de bonanza producto de los altos precios del crudo entre 2003 y 2014, siendo el ámbito
sindical (formal) uno de los que presentó manifestaciones más claras y crudas de esto.
La inversión en grandes obras de infraestructura en los primeros años del 2000 dio
paso a la expansión de mafias sindicales que, escudándose en la estructura gremial,
sometían a los trabajadores y disputaban, mediante beneficios y comisiones, parte de
las ingentes cantidades de dólares destinados a proyectos que según múltiples
denuncias llegaron a presentar costos más elevados a lo requerido. Las mafias
sindicales se disputaban las obras, los homicidios y la violencia se apoderaron
rápidamente del sector construcción llegando a presentar los índices de sicariato
sindical más altos de Guayana.
La culminación de las obras en 2006-2007 motivó a la migración de las bandas hacia
otros frentes, aunque ya aparecían algunos grupos armados en las zonas mineras,
éstas se instalaron principalmente en los sindicatos de las empresas básicas del
Estado (de hierro y aluminio). Este parque industrial contó con una planta superior a los
60.000 trabajadores que durante el período de bonanza contaron con altos beneficios y
salarios y que igualmente manejaban grandes cantidades de recursos por contratos de
ventas, proyectos y/o enormes subsidios del Estado. De forma paralela, se propagó la
violencia teniendo episodios escandalosos de homicidios de trabajadores como el caso
de Ferrominera en 2011 en el que asesinaron a un dirigente sindical en medio de una
asamblea. Cabe acotar que, por lo estratégico del sector, las mafias sindicales
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cumplían el rol político de controlar la lucha reivindicativa de los trabajadores y sus
estructuras gremiales, por lo que la violencia era más selectiva y de amedrentamiento.
A partir de los escándalos mediáticos de homicidios y denuncias de corrupción en
las empresas, estas bandas comenzaron a migrar de forma progresiva hacia las zonas
mineras del sur en las que podían actuar con mayor impunidad por estar alejadas de
las principales ciudades (Puerto Ordaz o Ciudad Bolívar). La violencia, el miedo y la
impunidad fueron los ejes centrales de este proceso migratorio, conduciendo
inevitablemente a crímenes de lesa humanidad y violación de derechos humanos con
asesinatos selectivos, masacres, torturas y fosas comunes, prácticas inherentes que se
mantienen hasta la actualidad.
Investigaciones sustentadas en datos oficiales demuestran como a partir de 2008, se
incrementaron vertiginosamente las muertes por armas de fuego en aquellos
municipios que el Instituto Nacional de Estadística (INE) define como “mineros-
extractivos”. Estos municipios que siempre mantuvieron índices bajos de homicidios
respecto a los principales centros urbanos, es un hecho que desde 2014 presentan los
niveles más altos de todo el estado. Por tomar solo un caso que ayude a graficar lo
explicado, en 2014 en El Callao se estimaba que la tasa de homicidios era de 116
asesinatos por cada 100.000 habitantes, cifra sumamente alta para una población que
no supera los 30.000 habitantes, realidad que fue certificada por el alcalde de aquel
momento Coromoto Lugo.
Los cabecillas de las bandas se desenvuelven bajo una lógica expansiva de la
actividad minero-informal debido a la alta rentabilidad del negocio, sistema al que
quedan sometidos los pequeños mineros y demás habitantes de las zonas. A mayor
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cantidad de minas, crecen las posibilidades de extraer más oro, por lo que buscan
controlar y explotar tantas minas como les sea posible.
En este marco se dan las disputas entre los “sindicatos” desembocando en terribles
hechos como la “masacre de Tumeremo” en la que desaparecieron y asesinaron a 28
personas en el municipio Sifontes a pocos días de explotar una nueva bulla. El alto
índice de homicidios se debe entre varios factores a los grandes arsenales que
administran los pranes: granadas, morteros, punto 50, USY, AK y demás armas de
guerra que deberían estar bajo el control de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana
(FANB), esto les ha permitido imponer su autoridad y desplazar completamente las
instancias de gobiernos parroquiales y municipales, así como a sus cuerpos de
seguridad. En menos de una década estas agrupaciones criminales se han consolidado
como estructuras de control y despojo en áreas delimitadas, aquellas que logran
superar las disputas territoriales con otras bandas expanden sus dominios.
La relación directa del pranato con los pequeños mineros es a través del cobro de la
denominada vacuna, que pasaría a ser un tipo de comisión o impuesto informal que
recaudan periódicamente por permitirles entrar y trabajar en la mina. Este sistema se
extiende más allá de las minas hasta los pueblos aledaños, de manera tal que todos los
habitantes que participan en actividades económicas y comerciales deben pagar la
respectiva vacuna; el mismo se sustenta bajo una supuesta lógica de resguardo
territorial contra agentes externos y/o delincuencia común, en otras palabras, se paga
vacuna a cambio de “protección”.
La acumulación acelerada de capital (oro, efectivo) por cobro masivo de comisiones
ha generado el desplazamiento de instancias de gobiernos locales por estas nuevas
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autoridades encarnadas en los pranes, siendo ahora las encargadas de brindar
servicios de salud, educación, reparación o mantenimiento de equipos y abastecimiento
de rubros correspondientes de la canasta básica. De facto, el pranato minero se ha
constituido en un régimen paraestatal con un orden social diferente al contemplado en
la carta magna con algunas similitudes a los ejes inherentes del Estado rentista
venezolano y las transformaciones que ha venido sufriendo el régimen venezolano en
los últimos años: autoritarismo, dependencia, negocios mafiosos e ilícitos, entre otros.
Las bandas más consolidadas se conforman como un ente regulatorio del
intercambio monetario que cobra comisiones ilegales (vacunas) a cambio de garantizar
seguridad a la ciudadanía, servicios públicos mínimos, abastecimiento de alimentos y
zonas sin ningún tipo de regulación ambiental o laboral para el desarrollo pleno de la
actividad minera a pequeña y mediana escala. Los habitantes asumen forzosamente la
estructura del pranato a cambio de solventar problemas que no se garantizaban con los
concejales o alcaldes de turno. Los factores económicos, culturales y sociales
mencionados hasta ahora, reafirman que el pranato es un orden paraestatal, con sus
propias instancias de poder, leyes y funcionamiento (al margen y distinto a lo
contemplado en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela y al resto del
ordenamiento jurídico nacional o regional).
El pranato y el Estado
Ante lo expuesto surge la interrogante: ¿Cómo ha sido posible el auge, expansión y
consolidación de estas nuevas estructuras criminales? No es posible intentar darle
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respuesta a esta pregunta sin considerar el papel del Estado venezolano
contemporáneo y el rol que ha jugado en este proceso.
Lo que predomina actualmente en el imaginario social de los pobladores de la zona
es un desdén hacia las instituciones formales y un extravío de esperanza de algún
proceso de reinstitucionalización estatal, abriendo camino para que sectores de la
población busquen mantener vínculos y ser parte del sistema paraestatal con la
expectativa de mejorar sus condiciones de vida. A pesar de que todos los municipios
del sur del estado Bolívar están comunicados por una única vía principal, resguardada
por múltiples alcabalas de componentes militares desde el municipio Piar al norte hasta
el municipio Gran Sabana al sur, las agrupaciones delincuenciales pueden movilizar
sus activos con cierta facilidad y rapidez.
La lógica rentista arraigada en el Estado venezolano se expresa además en los
imaginarios y prácticas sociales, esta lógica condiciona a que toda otra actividad
económica, legal o ilegal que se desarrolle en el país se maneje bajo sus mismos
principios. A pesar del descontrol de la minería ilegal, sujeta a la violencia que ha
caracterizado la participación de bandas criminales, se ha expandido como actividad en
el territorio precisamente por mantenerse en el marco de la extracción de renta. De
este modo, el Estado rentista pudiera estar reflejando cierto grado relativo de auspicio y
complicidad directa o indirecta de las instituciones estatales sobre la minería ilegal aún
desde la reciente configuración del pranato en estos territorios.
El acrecentamiento de las tramas irregulares y la inexistencia del estado de derecho
dan paso para que sectores desarrollistas y/o productivistas afirmen que el problema
ha sido la “ausencia del estado” en la zona. Esto último resulta de un análisis parcial y
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superficial de los sucesos porque en realidad el Estado está presente y tiene una
política extractiva que ha ido configurando con el transcurrir del tiempo. Esta política
está caracterizada por:
a) Un repliegue de la institucionalidad encargada de velar por la integridad
de derechos y garantías constitucionales.
b) Una combinación dual de complicidad/imbricación de cuerpos armados
estatales con las instancias delictivas.
Más allá de confrontaciones puntuales, múltiples relatos de habitantes reflejan que
componentes de la FANB (principalmente ejército y Guardia Nacional Bolivariana -
GNB) y otros cuerpos centralizados optan por una relación de negociación y/o
conciliación con el pranato. De igual manera, afirman que las confrontaciones
obedecen más a intereses particulares que a una política transparente de restablecer el
orden social.
El tráfico fluido de armas y oro, de maquinaria pesada para la actividad minera, de
dinero en efectivo, además de garantizar medicamentos que el Estado debería proveer
gratuitamente (como el kit antipalúdico, por ejemplo) e incluso alimentos producidos por
empresas nacionalizadas, ha sido clave para el afianzamiento de una ordenanza ilegal
que destina un porcentaje importante de lo recaudado en vacunas para unidades
armadas estatales según afirman pobladores en sus testimonios. La extracción de
renta, así como la propia dependencia de amplios márgenes de la población de esa
renta (minera, petrolera) permea toda la estructura estatal, situación de la que no está
exenta la FANB.
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En ese marco, las fuerzas represivas del Estado intervienen en la dinámica minera
que se desenvuelve sustancialmente en un ámbito de violencia y criminalidad, aunque
ciertamente la violencia no es un aspecto inherente a la minería, ésta si está permeada
por la lógica mafiosa del extractivismo como sistema global, la cual permite a distintos
sectores de poder apropiarse del trabajo de poblaciones rurales y tradicionalmente
excluidas. Al ejecutar los planes mineros con empresas extranjeras o relacionarse
desde el punto de vista comercial con las mineras foráneas, cuyos dueños por lo
general tienen incidencia en organismos financieros internacionales así como
instituciones estatales (ejecutivas, legislativas y judiciales), los Estados se ven
permeados por las características que expresan hoy las actividades extractivas de
minerales: exención de impuestos, seccionamiento de soberanías nacionales,
extracción exorbitante de recursos sobrepasando leyes y estructuras de control,
desastres ambientales, violación de derechos políticos y constitucionales, y el
exterminio de comunidades indígenas.
Pequeño minero: víctima del Arco Minero del Orinoco y el extractivismo en la
Región
Lo descrito hasta ahora nos conduce inevitablemente a una interrogante central
¿Qué hacer con la actividad minera en Venezuela que en su conjunto (pequeña,
mediana y gran escala) implica tramas de violación de derechos sociales, desastres
ambientales, desplazamientos, entrega de soberanía, así como dinámicas de
criminalidad y violencia donde se ven imbricadas tanto organizaciones ilegales como
instituciones estatales?
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Los ritmos de vida acelerados de la sociedad mundial en los que la urgencia nos
reduce a resultados efectistas y parciales, y donde la velocidad del “desarrollo”
sobrepasa los procesos naturales de la vida, nos conduce a salidas coyunturales que
aplacan momentáneamente los impactos de un problema que continúa expandiéndose,
o a salidas radicales de prohibición absoluta que resultan inviables ante realidades
complejas que se han consolidado las últimas décadas. La supremacía omnipresente
del derecho a la ganancia de los poderes financieros internacionales relega o detiene
dinámicas progresivas que puedan ocurrir en localidades o regiones, o que estén
contempladas en leyes promulgadas en tiempos recientes. No hay reglamento jurídico
que valga, lo que hoy se impone es la voz del más fuerte, la de los grandes poderes
económicos mundiales, y esto se mantiene en todas las escalas, incluyendo a la
pequeña minería.
En la figura 1 podemos observar como para 2014 la minería a pequeña escala y
artesanal estaba instalada como fenómeno global donde las franjas de mayores
riquezas naturales en el mundo (países del sur, colores opacos) surten de minerales a
los centros de poder (países del norte, colores claros), y no es menor si se toma en
cuenta que esta es una de las actividades más lucrativas de su tipo.
Ilustración 5.
Porcentaje estimado de población rural de mineros artesanales y a pequeña escala en el
mundo.
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Como lo reportaba el medio The Guardian en 2014, investigaciones estiman que el
15% del oro extraído a nivel mundial proviene de la minería ilegal o de zonas de
conflicto; mientras que en 2013 la Revista Semana reportaba que de las 51 toneladas
que exportó Colombia, equivalentes a US$ 2,331 millones, más del 50% provenía de la
extracción informal. En este sentido el medio británico explica que dos décadas de
conflictos sociales generados a partir de estas tramas extractivas han dejado a su paso
dos millones de desplazados y más de 5 millones de muertes, coincidiendo así con que
estructuras delictuosas similares a las del pranato se replican tanto en África y Asia, así
como en países de nuestra américa como México, Colombia, Perú, regiones de
Centroamérica y de la cuenca amazónica.
Algo importante a destacar es que ante esta cruda y triste realidad de despojo e
impunidad tenemos una institucionalidad internacional limitada y en muchos casos
complaciente con este tipo de dinámicas, comisiones y organismos de instituciones
como la ONU quedan restringidos en su capacidad resolutiva concreta por envolverse
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en mecanismos sumamente burocráticos, por tener tiempos de respuesta demasiado
extensos para la voracidad con que avanzan las problemáticas, y por reducirse a
soluciones meramente paliativas, dejando en letra muerta excelentes informes y
relatorías que se producen anualmente. Por otro lado, han surgido instancias
internacionales complacientes y funcionales a las atrocidades que legitiman acciones
de empresas en el procesamiento de minerales provenientes de zonas en pugnas
sociales.
Ante este escenario, toca empezar a entender a las poblaciones de pequeños
mineros como víctimas de este proceso sufriendo las peores consecuencias y que, por
circunstancias extraordinarias, por no tener alternativas o sencillamente por necesidad
de resolver el día a día, terminan haciéndole el trabajo sucio a entes mucho más
poderosos. Las poblaciones del sur venezolano están absorbidas en lo que se podría
denominar “Ciclo del Minero” (ver figura 2), una serie de fases en la que el mencionado
sujeto se expone a situaciones extremas y condiciones de trabajo infrahumanas e
insalubres. Su vida corre peligro en todo momento, se puede morir en un derrumbe de
mina o por la violencia presente en el entorno, así como enfermar de malaria, difteria o
por aspirar gases tóxicos, sin contar con los implementos mínimos, se somete a un
gran esfuerzo físico esperando a tener suerte. Este gráfico de elaboración propia refleja
el entorno social en los que se desenvuelven los pequeños mineros del sur venezolano.
Ilustración 6
Ciclo minero
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Al recabar algo en la semana, el minero se desenvuelve inmediatamente en un
entorno social de consumo lleno parrandas, alcohol, drogas y prostitución que, sumado
a toda la economía del oro en la que los productos son muy costosos, lo desprende de
una parte importante de su riqueza en oro que de alguna u otra forma terminará en las
redes del tráfico. En épocas más recientes se instala el pranato y el cobro de vacunas
como un nuevo mecanismo de expoliación, el entorno y los actores se traducen en
mecanismos que directa o indirectamente se apropian de lo que el minero produce.
En contraste con el resto del estado Bolívar, los municipios mineros presentan
mayores índices de desigualdad y pobreza, niveles que se han mantenido desde inicios
del milenio9. Son localidades alejadas de la ciudad hacia las que el Estado ha
mantenido una histórica política negligente de abandono y/o de criminalización, en
consecuencia, éstas mantienen bajos índices de escolaridad (más del 70% no termina
los estudios medios) y tienen la particularidad de formar familias con hijos desde
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jóvenes (promedio de 20 años de edad) presentando una alta tasa de embarazos
precoces.
Desde la localidad se percibe un sistema de extracción mundial en que poblaciones
rurales pobres de personas afro e indígenas son sometidas a un sistema económico
con los peores entornos de trabajo del cual se benefician élites económicas cuyas
aspiraciones de lujo y ostentación son similares al de las realezas. Es perceptible a lo
largo de los 5 continentes la política estatal sistemática de exclusión hacia los
habitantes de estos territorios ricos en minerales, por lo que los pobladores quedan con
pocas oportunidades de desprenderse de esas redes económicas. Si los pequeños
mineros venezolanos intentaran salir del denominado ciclo se encontrarían con:
a) Exclusión social fuera de sus entornos típicos.
b) Falta de oportunidades de vincularse a actividades económicas que no
mantengan nexos con la minería a partir de un deterioro generalizado de las
empresas básicas y de la actividad agrícola, pecuaria y/o ganadera.
c) Una administración pública inoperante, ineficiente y dependiente del
ingreso petrolero.
Así aparece el proyecto Arco Minero del Orinoco (AMO) con una retórica mesiánica y
salvadora que promete organizar la actividad extractiva de baja escala e incentivarla
con el reparto de migajas de renta mediante una política crediticia insuficiente y
clientelar, dos bases erróneas que han motivado el fracaso de planes gubernamentales
anteriores y que es el reflejo de políticas atrasadas aplicada por gobiernos de otros
países.
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Aunque ciertamente la desregulación de los mecanismos de distribución de rentas y
el desorden de la actividad minera empeora la situación, estas son consecuencias de
un dilema central y más profundo, este dilema radica en la extracción de renta y la
dependencia de amplios márgenes de la población hacia ésta.
El rentismo es un problema estructural en sí mismo, condicionado y sostenido por
sujetos sociales concretos a través de institucionalidades y acciones (formales o
informales). En sí, el AMO es un proyecto para diversificar y organizar la actividad
rentista en el sur venezolano apostando a paliativos coyunturales que, acompañados
de una fuerte campaña mediática de una realidad completamente distorsionada,
buscarían “ocultar” el deterioro social intrínseco de este tipo de economías:
asistencialismo, paternalismo, deterioro del aparato productivo existente, expansión de
enfermedades y el crecimiento de la miseria y pobreza en esas poblaciones.
Mientras el Estado mantenga su carácter rentista de acumulación y la lógica del
derecho a la ganancia como principio supremo e incuestionable, jamás podrá
representar una opción dignificadora para los pueblos mineros ni demás sectores
excluidos. De hecho, el Arco Minero, con más de dos años de ejecución en los que aún
se mantiene un amplio dominio de las bandas criminales paraestatales, solo ha
profundizado la expansión de la pequeña minería de manera desproporcionada y
alarmante y ha consolidado a los sectores militares (Guardia Nacional, Ejército, etc.)
como entes de dominación, expoliación y sometimiento de las poblaciones más pobres.
Con esto no se pretende obviar los terribles impactos de la actividad minera que
como hemos expuesto anteriormente son motivo de alarma nacional, pero sí tenemos
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la intención de afrontar la problemática con seriedad debemos evaluar la situación en
su justa dimensión.
El pequeño minero es apenas el eslabón más débil de una cadena escalofriante que
les reparte relucientes migajas a cambio de un trabajo en el que aportan el mayor
esfuerzo y tiempo en todo el sistema productivo. Si no rompemos las dinámicas de
exclusión y criminalización del minero como sujeto, optamos por mecanismos
inclusivos hacia estas poblaciones con políticas que permitan generar nuevas lógicas
para hacer minería e incentivamos a las nuevas generaciones a optar por trabajos
productivos ecológicamente sustentables y sostenibles, repetiremos políticas
fracasadas similares al AMO que nos conducirán hacia un colapso humano y
civilizatorio.
Sin una transformación estructural del modelo económico, el desarrollo de
alternativas y marcos jurídicos progresivos son completamente insuficientes. Una
prueba concreta ha sido la evolución de la FANB en la última década que poco a poco
se ha consolidado como sector en la disputa y búsqueda de rentas, imponiendo control
territorial. No es únicamente una cuestión de voluntad política. Hace falta un cambio de
modelo productivo y de sociedad para llevar a cabo una actividad minera que no sea
agresiva ni devastadora, que no afecte negativamente la salud y el entorno de decenas
de miles de habitantes, que no vaya en detrimento de actividades estratégicas como la
agrícola, que explote los recursos para lo exclusivamente necesario y que no someta a
las poblaciones mineras a un trabajo esclavizante, sobreexplotador y riesgoso.
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