EL PRIMER LIBRO DE HISTORIA
Raúl Alejandro De Armas Gómez Fecha de recepción: 28 junio 2018 Investigador Independiente Fecha de aceptación: 30 julio 2018 rauldearmas@gmail.com
Resumen:
Las líneas que siguen tratan de resaltar algunos aspectos sobre Clío, el primer libro estructurado de historia occidental. Lo he divido en tres: el autor, la obra y la circunstancia. Más que una exégesis repetitiva, innecesaria para un autor tan ameno como Heródoto, es un breve ensayo literario (o historiográfico si se quiere) que no ignora aspectos elementales de la vida y entorno del autor.
Palabras clave: historia, Antigüedad, Heródoto, Guerras Médicas.
Summary:
The following essay tries to highlight some aspects of Clío, the first structured book on Western history. I have divided it into three: the author, the work and the circumstance. More than a repetitive exegesis, unnecessary for an author as entertaining as Herodotus, it is a short literary essay (or historiographical if you will) that highlights some elementary aspects of the life and environment of the author.
Key words clave: history, ancient history, Herodotus, Greco-Persian wars.
1) El autor
Emerson escribió que los grandes hombres representan ideas. Así, podemos decir que Cristo representa la misericordia, César el poder, Descartes el método, Bolívar la independencia, Chopin el romanticismo, Cervantes la literatura y, excluyendo sin pudor a media humanidad, Heródoto la historia.
Como toda vida disuelta por el tiempo, sabemos poco sobre la existencia de este extraordinario griego. Proveniente de Halicarnaso, antigua ciudad al suroeste de Turquía, la información más fehaciente sobre Heródoto viene de su obra y de testimonios antiguos.
María Rosa Lida, argentina y académica del siglo anterior, escribió un magistral estudio sobre Heródoto y sus Historias. De ella aprendemos que la noticia más antigua sobre el griego viene del Diccionario de Suidas —un bizantino del X— que dice que Heródoto nació de una familia ilustre, que tuvo un hermano llamado Teodoro, que habló el dialecto jónico con el cual escribió sus historisa en nueve libros, que fue amigo de Sofócles, que vivió en Atenas, que viajó y que volvió a su hogar donde no fue bien recibido y que, supuestamente, murió en Pela, la antigua capital de Macedonia. Fuera de esto, dice Rosa Lida, sobre la vida de Heródoto, la Antigüedad apenas si brinda media docena de anécdotas, tan apócrifas como elocuentes[1].
El esbozo de Suidas es parco y la información de otras fuentes poco verosímil. Pero nos tenemos que conformar y confiar en el trasfondo que late desde las propias palabras de Heródoto, pues allí, como a todo escritor, lo encontraremos.
Como cuentan varios historiadores modernos, el título Padre de la historia —con el que Cicerón consagró a Heródoto— padece de cierta arbitrariedad justificada. Digo arbitrariedad porque Heródoto no fue el primero en escribir historia, antes de él hubo cronistas que relataban historias particulares. Nombres como Hecateo de Milito y Santos de Xardes, resuenan con el designativo de logógrafos: los verdaderos proto-historiadores.
A pesar de la existencia de estos logógrafos, la arbitrariedad se justifica por el hecho que Heródoto es el primero en recopilar, ordenar, depurar e hilvanar los acontecimientos humanos; limitando tiempo, lugar y objetivo, premisas de toda investigación científica. Consecuentemente, podríamos sentenciar que Heródoto, a pesar de sus flaquezas, fue el primer investigador. El segundo sustantivo de su libro lo comprueba. Un investigador es un buscador de la verdad, y Heródoto —aunque metodológicamente superado por Tucídides veinte años después— fue precisamente eso: un catador de la variedad humana y
un aventurero en tierras desconocidas, que trató a modo de pionero narrar los acontecimientos del hombre. Lo hizo desde sus posibilidades, desde su razón mitificada.
El pensamiento de Heródoto, nutrido por el influjo pre-racionalista de la escuela jónica, por Homero, por el fuerte vínculo con el mito y por su curiosidad de niño inteligente, entra en lo que yo llamaría: racionalismo mágico: un esfuerzo racional de comprender el mundo sin la capacidad (o voluntad) de ignorar lo fantástico o lo divino. La combinación de estas influencias, mezcladas en una cabeza antigua y excepcional como la de Heródoto, produjo una sopa de credulidad y escepticismo, de arte y ciencia, de fantasía y realidad, de simpleza y hondura, apreciables en sus gratísimos párrafos.
II) La obra
La obra de Heródoto, cuya esencia esta disponible en cualquiera de sus nueve libros, es un prominente legado a la posteridad, una visión vívida del sentir antiguo. Sumergirse en sus páginas es viajar en el tiempo. Entregarse a su relato es encontrarnos con nosotros mismos, pues la historia es un espejo tan atroz como fascinante.
Pero enjuiciar al pasado con criterios modernos es un error, una negligencia que levanta barreras entre la cosa y el entendimiento. Algo similar ocurre cuando la empatía se ausenta de las relaciones, el otro se torna incomprensible, ajeno. Las exigencias de nuestros días no son aplicables al hombre antiguo. La circunstancia (tiempo, lugar, ideas y personas) es tan mudable como la vida misma. Por ende, el mecanismo lógico, nuestro modo de pensar, cambia con el decantar de los siglos. El parísino de 1920, con
su fedora galante y corbata señorial, no pensaba igual que el galo del siglo I, tan aferrado a su hacha como los jóvenes hoy al teléfono. Este es el sentido histórico pregonado por Ortega y Gasset, el cual sintetizado en una palabra sería: entender al pasado desde el pasado.
En las primeras cinco líneas Heródoto aclara su cometido.
Ésta es la exposición de las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso, para que no se desvanezcan con el tiempo los hechos de los hombres, y para que no queden sin gloria grandes y maravillosas obras, así de los griegos como de los bárbaros, y, sobretodo, la causa por la que se hicieron guerra[2].
En el párrafo anterior se destacan dos objetivos, fielmente cumplidos una vez que cerramos el libro. El primero es registrar los hechos. El segundo es exponer la razón de la Guerras Médicas. Sus sujetos, como sabemos, son los griegos y los persas del siglo V antes de Jesús.
El griego escribe impulsado por un afán romántico, para que no queden sin gloria grandes y maravillosas obras, pero a la vez delibera desde un carácter científico, escribiré siguiendo a aquellas personas que no quieren engrandecer la historia de Ciro, sino decir la verdad (..) persuadido, pues, que la prosperidad humana jamás permanece en un mismo punto [I, 5, 95].
Como vemos, el ser de la obra es tan diáfano como una gota de lluvia, que la vemos desprenderse de la nube, pero no llegar al suelo. Y es que Heródoto nos cuenta el inicio y desarrollo de las Guerras Médicas, pero no el final; cuestión que Rosa Lida pone en su lugar argumentado que: desde el romanticismo, el gusto general exige en la obra literaria un final en clímax, mientras el gusto antiguo prefería el final anticlímax[3]. Además, en su cometido no existe ninguna intención de concluir. Ni la muerte es un hecho terminante.
Heródoto relata aproximadamente un siglo de pequeñas y rimbombantes historias, con especial énfasis en eventos político militares y rasgos exquisitos del folclor egipcio, persa y griego. Va desde el detonante del conflicto —el “rapto” de una mujer—, al ascenso del imperio persa, hasta los desamores y batallas de Jerjes. Específicamente, el primer libro repasa desde Candaules, último rey de Lidia, asesinado por irrespetar a su esposa; hasta la derrota de Ciro II, el fundador de la dinastía aqueménida y papá del imperio persa.
II.1) Notas distintivas
- La mujer.
La mujer tiene un protagonismo camuflajeado en las Historias.
Según el testimonio de Heródoto, basado en lo que él observó y escuchó, la mujer fue el chispazo que encendió la guerra entre persas y griegos. Así lo cuenta en las primeras páginas del libro I, cuando narra una serie de raptos de princesas entre comerciantes, gobernantes y aventureros. Los nombres de esas doncellas son Ío, Europa, Medea y la famosa Helena, cuya guerra de Troya consolidó, no acabó, el rencor entre griegos y persas. Es bonito recordar que las cosas que hoy conocemos con esos nombres, como el continente Europa y la luna de Jupiter Ío, brotaron de esas mujeres.
Ahora, hablando con mayor rigurosidad, no es la mujer per se la provocadora de los conflictos, sino el orgullo del hombre. La mujer, además de ser sí misma, es la personificación de la fragilidad del hombre. Vulnerabilidad que se transforma en el principal impulsor de los atropellos humanos. Lo que esta en juego no es la criatura llamada Medea, sino el ego roto de su poseedor. Encima, por añadidura muy pertinente, Heródoto nos recuerda que nadie, en ese entonces, era raptado contra su voluntad. Pero el historiador no distingue bien entre disparadores y causas. Y es que el secuestro de Medea es, en realidad, la manifestación superficial de causas más profundas, la gota que derramó al vaso. Tucídides llamó a estas gotas causas alegadas, pretextos: las excusas para llevar a cabo una acción que se viene cultivando desde hace años. Debajo de esas excusan yacen las causas estructurales, la razón más verdadera[4], que brota cuando las tensiones entre individuos o naciones se tornan insostenibles. El trasfondo de la tensión es el de siempre: miedo. Miedo que se canaliza en una pugna por el poder, o —como dice llanamente Liliana Hurtado— en una lucha entre contrarios.
Entre las páginas encontramos el papel contradictorio que tiene la mujer. El rey Candaules, delirante por el cuerpo de la reina, invita a su guardaespaldas a verla desnuda y firma su propia muerte, originando una maldicion que duraría cinco generaciones (I, 6-15, 91); Creso le aconseja a Ciro II que pacifique a Lidia convirtiendo a los hombres en mujeres, enseñándoles música, prohibiendo las armas y obligándolos a llevar “túnica debajo del manto” (I, 155); las jóvenes lidias, para ganarse la vida con una actividad complementaria a la prostitución, fueron las principales obreras del mayor monumento de su país (I, 93); la costumbre diferenciadora entre griegos y lidios es que los lidios prostituyen a sus hijas (I, 94); la diosa Afrodita mandó una plaga mujeril (hermafroditismo) a Escitia por profanar su templo (I, 105); Astiages, abuelo de Ciro II, visualizó su caída a través de sueños protagonizados por su hija Mandana (I, 107-108); las mujeres de Milito hicieron un juramento colectivo de no comer jamás con sus maridos, ni de llamarlos por su nombre por estos haber matado a sus padres (I, 146); Babilonia tuvo dos reinas, Semíramis y Nitocris. Esta última conquistó pueblos, cambió el curso del Eufrates, edificó monumentos y dió una magistral lección post mortem sobre la codicia al inquieto Darío (I, 184-187).
La última mención que hace Heródoto del rol femenino es una ingenua contradicción, común en la configuración mental antigua. En primer lugar afirma que la costumbre más sabia de los babilonios es la venta de mujeres una vez al año, donde el pregonero que acababa de vender a las más hermosas hacía poner en pie a la más fea o a una estropeada si alguna había, y pregonaba quién quería casarse con ella recibiendo menos dinero.
Luego, en un lánguido intento de aprecio, establece que la costumbre más infame de los babilonios es ésta: toda mujer natural debe sentarse una vez en la vida en el templo de Afrodita y unirse con algún forastero (I, 196, 199). En una exalta la venta de mujeres y en la otra desdeña la entrega voluntaria por “deber a la diosa”. En ambos casos las nociones de ley, tradición y dignidad se mezclan sin delicadeza. No existe claridad sobre derecho y deber. El pensamiento sigue, en gran medida, subordinado al primitivismo, a la predilección del fuerte sobre el débil.
- La mentira.
El de Halicarnaso, que esta más cerca de la literatura que de la ciencia, nos muestra al artificio como un medio común del proceder. Información perogrullesca pero que vale recordar: la mentira forma parte del comportamiento humano; sea por altruismo, ambición o defensa, moldeó y sigue moldeando a la sociedad. Así nos paseamos por la falacia que terminó la guerra y forjó alianza entre la Atenas y Lidia del siglo VII a.c (I, 22); por los engaños de Pisístrato que lo condujeron al trono ateniense dos veces (I, 59-61); por el acto de canibalismo con el cual se sirvieron unos escitas nómadas para vengarse de Ciaxares (I, 30); o por el intercambio de recién nacidos que salvó la vida de Ciro II (I, 112).
- Lo fantástico.
La inmadurez del pensamiento antiguo se evidencia por su propensión a lo fantástico. De esta manera vemos las Historias plagadas por detalles que nos sumergen a un perpetuo bamboleo entre lo fantástico y lo real; un ir y venir entre la imaginación y la verdad.
Basta entender la sensibilidad de Heródoto cuando escribe que Arión, creador del ditirambo y artista aclamado en su tiempo, fue salvado por delfines después de lanzarse al mar por un motín (I, 24,25). También tenemos otros casos extraordinarios: los calderos que hierven sin fuego (I, 28); el león que parió a una mujer (I, 84); el sordomudo que habló (I, 85); los hombres que, para remediar el hambre, pasaron 18 años jugando pelota y dados un día si y un día no (I, 94); o la sacerdotisa que presentía el futuro cuando le crecía una gran barba (I, 175).
- Lo divino onírico.
Heródoto concibe esta segunda guerra médica (... la de Jerjes…), como una exteriorización de un conflicto divino (...) cree en una Providencia no hómerica, no personal, que vigila el equilibrio del mundo y que mediante complejo engranaje, acaba por dar la razón al provocado y hundir al provocador[5].
Asimismo nos encontramos con hechos realizados no por ímpetu humano, sino por voluntad de los dioses. Vale mencionar los más relevantes: el castigo de Creso por vanidoso y su salvación a manos de Apolo, quien apagó el fuego donde lo iban a incinerar (I, 43-45, 87). El predestinamiento de Ciro II, que antes de nacer ya era el elegido para expandir el imperio persa y ejecutar la profecía que venía acumulándose desde Giges (I).
En su concepción divina, los oráculos son la voz de los dioses, los intermediarios bien remunerados por la puerilidad de los hombres. Son profetas que cumplen con un papel determinante en la sociedad: forjan relaciones, deciden guerras, visualizan desgracias y fortunas, señalan cuando, con quien y como se debe casar y vivir. Son la evidencia del lugar vital que tiene lo divino religioso en la vida del antiguo. Estadio que para el siglo V a.c no había sido superado.
No obstante, existe cierta incredulidad, cierta brisa racional que lo hace cuestionar el quehacer divino y lo empuja, poco a poco, del mito al logos[6].
Entrelazado con lo celestial viene lo onírico. Los sueños son mensajes de los dioses, la melodía del miedo, los vistazos del futuro. Vemos como Creso, desdichado y sabio a la vez, soñó el asesinato de su hijo (I, 34); lo mismo con Astiages, que visualizó las conquistas de Ciro II cuando en sueños le pareció que su hija orinaba tanto que llenaba la ciudad e inundaba todo el Asia (I, 107); o la revelación del propio Ciro II sobre Darío, su sucesor, quien con alas en los hombros cubría Europa y Asia a la vez (I, 209).
a. El estilo
El arte elevado y la ciencia útil vencen al olvido. Sus autores se inmortalizan. No para bien de ellos, pues ellos ni se enteran, sino para el beneficio de los que vienen.
En Heródoto, la erosión del tiempo ha sido detenida por el tiempo, por el consenso general de los siglos. Antes de historiador es narrador. En sus líneas encontramos la ligereza y familiaridad de nuestros días. Sus palabras, aunque lógicamente han perdido pureza, parecen escritas hace poco. (Los traductores no
estan exentos de mérito). Y es que la impureza de la traducción no disuelve la simpleza y profundidad del carácter de Heródoto, aún perceptibles.
Su contenimiento, que pudiera confundirse con apatía, para transmitir hechos terribles y maravillosos sin agitación alguna; su fluidez y concisión, que le permite sintetizar con un pincelazo un siglo de peripecias; sus diálogos tergiversados, que han causado revuelo en historiadores incapaces de comprender el sentido histórico; sus explicaciones folcloristas y geográficas que nos permiten adecuarnos
al entorno material y espiritual de la Grecia Antigua; sus repeticiones redundantes como prendió el templo de Atenea (..) y el templo prendido se quemó, o consultó inmediatamente a su mujer, pues también llevaba a su mujer (I, 19, 107); digo, todos esos elementos enriquecen el estilo herodoteano y le permiten ocupar su poltrona en la mesa de los clásicos.
La inclusión de otras áreas del saber merece mención aparte, ya que en Heródoto nace, quizá y toscamente, la interdisciplinariedad, exigencia fundamental para todo aquel interesado en la realidad. En las Historias no solo hay afán por expresar los acontecimientos humanos. También tenemos nociones geográficas, más acertadas que erróneas, que se evidencian con las detalladas descripciones de ciudades, ríos y montañas de Mesopotamia. Así vemos al derecho y al folclorismo convergir torpemente. Confunde las ideas de ley y costumbre, como en el caso de las mujeres babilonias. Pero el balance es positivo. Sus esfuerzos suman más de lo que restan, y producen una obra tan etnográfica como histórica: un compendio interconectado de saberes que nos permite imaginar y sentir la vida del hombre antiguo.
II) La circunstancia
Con yo soy yo y mi circunstancia.., Ortega y Gasset encapsuló su explicación y propuesta para la vida humana. Restringiéndome a la palabra circunstancia, cumplo con decir que no existen hombres islas. Hombre, tiempo, lugar y sociedad forman una simbiosis perenne, un apacible y conflictivo dar y recibir que no acaba nunca.
Heródoto vivió en el cenit de la civilización Ática, durante el siglo de Pericles y de Sócrates. Uno, con su liderazgo virtuoso, y el otro, con sus cuestionamientos morales, nos enseñaron a convivir y a pensar.
Con sus senderos de granzón Atenas se convirtió en el modelo democrático del mundo. Fue el vientre del pensamiento, la cuna aromatizada por laureles y erguida en mármol de donde salió Occidente. Arte, política, filosofía y ciencia rompieron el paradigma arcaico de fuerza y heroísmo, ofreciendo interpretaciones más sensatas de la realidad. Una revolución intelectual en la que el hombre se hizo más hombre y menos bestia. En ese ambiente fertilísimo vivió Heródoto cuando no viajaba por Oriente medio. Sus viajes, como suele suceder, le sacudieron el provincialismo y lo nutrieron con la agudeza suficiente para enjuiciar y aplaudir los vicios y virtudes de griegos y persas[7].
Aunado al tiempo y lugar notamos influencias personales. Tal es el caso de la mencionada escuela jónica, cuyo espíritu racional no solo alimentó al de Halicarnaso, sino a todos los filósofos y científicos que nacieron después[8]. Del mismo modo, Rosa Lida menciona que la concepción dramática de Heródoto proviene, en parte, de la relación que mantuvo con Sófocles y con sus tragedias. Así pues, posee la universal presencia de Homero, que sin conocerle la cara, nos abarca a todos omnipotentemente.
BIBLIOGRAFÍA:
Heródoto, Los nueve libros de la historia. Editorial Groelier, 1976, Méjico.
1 Guayana Moderna Nº 07.
Año 2018
ISSN: 2343-5658
[1] Rosa Lida de Malkiel, R. Estudio preliminar de Los nueve libros de la historia. (Editorial Groelier, 1976, p.IX).
[2] De Halicarnaso, Heródoto. Los nueve libros de la historia. (1976, I, 1).
[3] Rosa Lida de Malkiel, R. Op. Cit, p.XXXVIII.
[4] Al final del párrafo 23 de La guerra del Peloponeso de Tucídides encontramos la distinción. Para el griego, la razón más verdadera de la guerra fue el miedo de los espartanos ante el auge ateniense.
Para Erwin Robertson, autor de Alethestate prophasis. Reflexiones en torno a la causa ‘más verdadera’ de una guerra, existe un consenso que denomina a la causa profunda prófasis y al pretexto aitía.
[5] Rosa Lida de Malkiel, R. Op. Cit, p.XXX.
[6] Aurell J., Balmaceda C., Burke P., Soza F. Comprender el Pasado. Una historia de la escritura y pensamiento histórico (2010,
p. 37).
[7] Rosa Lida de Malkiel, Op. Cit, p.XXIX.
[8] Regalado, L. Historia Occidental. Un transito por lo predios de Clío. (2010, p. 37).